lunes, 15 de octubre de 2012

Rómulo Gallegos




Rómulo Gallegos Freire Nació en Caracas el 2 de agosto de 1884. Hijo de Rómulo Gallegos Osío y de Rita Freire Guruceaga. Su infancia se desliza en Caracas; aquella ciudad con aire provinciano, apegada aún a costumbres antañonas y a un discurrir tranquilo, todo lleno de reminiscencias coloniales. En 1894, ingresó en el Seminario Metropolitano, pero sale obligado no sólo por su corta edad sino por la muerte de su madre y por la necesidad de ayudar a su padre a sostener la familia. El dolor hiere su infancia y lo hace presa de su espíritu soñador, lo que marcará en su sensibilidad de niño signos de su apasionada religiosidad. Estos signos lo conservarán durante toda su vida, y aunque fue un hombre abierto a todas las ideas sociales, un hombre que estaba por encima del bien y del mal, se reflejarán, en los años futuros, en la singular rigidez de su existencia.
Termina de cursar su primaria entre 1898 y 1901, año en que ingresa en el colegio Sucre, donde tiene como maestros a Jesús María Sifontes y a José Manuel Núñez Ponte y recibe el título de bachiller en 1904. En ese mismo año, se inscribe en la Universidad de Caracas para seguir la carrera de leyes, la que abandona en 1905. En 1906, fue designado jefe de la estación del Ferrocarril Central, en Caracas. Ya Gallegos había comenzado su larga trayectoria como escritor. En 1903, redactó el semanario El Arco Iris. Cuando el 31 de enero de 1909 aparece el primer número de la revista “La Alborada”, de la cual es uno de los redactores, y será en esta revista donde Gallegos va a publicar algunos de sus ensayos más conocidos.Al año siguiente (1910), publica en la revista “El Cojo Ilustrado Desde esta ciudad”.
Se casa por poder el 15 de abril de 1912 con su novia Teotiste Arocha Egui. El 4 de junio siguiente muere el padre de Gallegos, y éste regresa a la capital, donde es nombrado, el mismo año, subdirector del Colegio Federal de Caracas, el cual más tarde sería el liceo Caracas para ir seguidamente a la Escuela Normal de Caracas y volver, como director, al ya liceo Caracas (1922-1930). Allí conoció a muchos de los que 20 años después le instarán a encabezar la formación del partido Acción Democrática. En 1913, publicó unos cuentos bajo el título de “Los aventureros”.En 1920, contando 36 años de edad, sale a la calle su primera novela, El Último Solar, en 1930, con el título de Reinaldo Solar.
La creación narrativa de Gallegos adquirió la fuerza lenta pero poderosa de afianzamiento de la ceiba o del roble. Propietario y director de la revista Actualidades (1920-1922), fue también director de la revista Lectura Semanal. Un oportuno viaje a Europa, el triunfo de Doña Bárbara (1929), Y en Europa, en Barcelona de España, concluyó 2 de sus obras magnas: Cantaclaro (1934) y Canaima (1935). Después de la muerte de Gómez (1935), Gallegos regresó a Venezuela a iniciar una gestión de hombre público relevante, publicó algunos libros, pero ninguno de ellos alcanzó el vigor creativo de la trilogía compuesta por Doña Bárbara, Canaima y Cantaclaro.
La parábola creativa de Gallegos inicia su descenso después de Cantaclaro. Pobre negro (1937) es una novela desigual sobre los acontecimientos políticos de la Guerra Federal. La construcción de Sobre la misma tierra (1941) es mejor, pero la escritura es de pinceladas cortas, sin el aliento acostumbrado, como un guión de cine. La versión publicada de El forastero (1942), rehecha, pues el libro había sido escrito en 1921, resulta muy inferior a la original.
Aunque persiguiera en sus libros una finalidad edificante, el propósito moralista se diluía cuando se apoderaba de él la pasión de la pura ficción. Es el arte de escribir lo que le concede a su obra, en sus momentos culminantes, su valor específico, no las ideas de bien o de crítica y denuncia sociales. Constructor antes que imaginador, maestro antes que artista, educador antes que inspirado, dentro de esa armadura intelectual de elección ética, el daimon de la creación y de la imaginación penetró su obra, lo asomó a inquietudes y misteriosas realidades.
Culminó con su ascenso a la Presidencia de la República en 1948. Fue Nombrado ministro de Instrucción Pública en marzo de 1937. Es electo diputado al Congreso Nacional en 1937, en representación del Distrito Federal (1937-1940). Ejerce la presidencia del Concejo Municipal del Distrito Federal (1940-1941). Es lanzado como candidato presidencial de oposición en un mitin en el Nuevo Circo de Caracas en 1941. El partido Acción Democrática, del cual figura como miembro fundador, lo postulará como candidato a la presidencia en 1947 y será electo presidente constitucional. Es derrocado por un golpe militar el 24 de noviembre de 1948. Va al exilio para no volver a Venezuela. Durante ese segundo exilio, muere su esposa en Ciudad de México. Su misma civilidad, su rechazo de la violencia bárbara, procedió inicialmente d e hechos existenciales.
La obra de Gallegos nunca es optimista o mejor dicho, en el fondo, pese a que los «buenos» triunfen, constituye una toma de conciencia poderosa e intuitiva de la imposibilidad de ser uno se destacó como político y personaje preocupado por su país y trabajando durante toda su vida para mejorar no el sistema político como tal sino para el bienestar de su pueblo mismo. Sus varios viajes por su país, América Central y Europa le permitieron conocer diferentes maneras de pensar y percibir la vida alrededor de uno.
Rómulo Gallegos fue, por la fuerza incontrastable de su acción, por la claridad de su pensamiento, por la gallardía de su espíritu, por la nobleza, firmeza y valentía de sus principios, la más alta, la más vigorosa representación del intelecto venezolano de los últimos tiempos. Premio Nacional de Literatura (1957-1958), elegido por unanimidad individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua (1958), Rómulo Gallegos es reconocido como uno de los primeros escritores del país. En 1965, se crea el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos y en 1972, se funda en Caracas el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (CELARG). Muere en Caracas el 7 de abril de 1969.

Lezama Lima


José María Andrés Fernando Lezama Lima, nació el 19 de diciembre de 1910 en el campamento militar de Columbia, La Habana. Era hijo de José María Lezama y Rodda, coronel de artillería, ingeniero, y de Rosa Lima y Rosado. Al año siguiente la familia se mudó a la Fortaleza de la Cabaña, y en 1918 su padre se ofreció como voluntario a las tropas aliadas para combatir en la Primera Guerra Mundial, por lo que la familia viajó a Estados Unidos, en 1919 murió su padre y la familia se trasladó de nuevo, esta vez a casa de la abuela materna, en la Habana.
Lezama estudió en el colegio Mimó y realizó la secundaria en el Instituto de La Habana, donde se graduó de Bachiller en Ciencias y Letras en 1928. La situación económica de la familia se fue haciendo cada vez más difícil y la familia se mudó a la casa donde Lezama pasaría el resto de sus días, en Trocadero 162. En 1929 inició sus estudios de Derecho en la Universidad de La Habana. En 1930 participó, el 30 de septiembre, en la histórica manifestación estudiantil, que dio inicio a la arreciada de la lucha contra el dictador Machado, la Universidad fue clausurada y eso le permitió dedicarse con gran vigor a la lectura. En 1935 publicó por primera vez en la revista Grafos, y al año siguiente pudo reiniciar sus estudios universitarios.
En 1937 fundó la revista Verbum, de la que salieron tres números, por esa misma época se inició su estrecha relación con Juan Ramón Jiménez. Publicó su primera novela: Muerte de Narciso. Empezó a trabajar como abogado sin dejar nunca de lado su vocación literaria. Fundó otra revista, Espuela de plata.
Abandonó su trabajo en el bufete para colaborar en el Consejo Superior de Defensa Social, instalado en el penal del Castillo del Príncipe. De nuevo en 1942 animó una nueva revista de poesía: Nadie Parecía. Su obra se iba haciendo conocida y el 18 de mayo de 1943 la Sociedad Pro-Arte Musical estrenó en el Auditórium el ballet Forma, basado en textos de José Lezama Lima, con coreografía de Alberto Alonso e interpretado por Alicia y Fernando Alonso.
A partir de 1945, hasta 1959, trabajó como funcionario en la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación. Siguió publicando, y ya en 1949 aparecieron en Orígenes los primeros capítulos de Paradiso, la que sería su obra maestra y una de las mejores novelas del siglo XX.
Para 1957, cuando José Lezama Lima daba las cinco conferencias que luego serían publicadas en el volumen titulado La expresión americana, la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX habían dado una gran cantidad de ensayos en torno al problema de la identidad cultural americana que, habiendo pasado por románticas contraposiciones (civilización-barbarie) y diagnósticos positivistas, desembocó en la noción de mestizaje como el signo cultural propio de América. Para la generación de Reyes, Picón Salas, Carpentier o Uslar Pietri, la asunción de la heterogeneidad como condición permitía señalar la peculiaridad americana frente a un más homogéneo Estados Unidos y a los particularismos etnocentristas europeos. Lezama no estaba interesado en la búsqueda de un ser, esencia u origen del hombre americano. Su ensayística se dirigía a construir una “fábula intertextual” que “compendia el devenir americano como una era imaginaria que suma y transforma fragmentos de otros imaginarios”, un devenir producido por el diálogo que el crítico establece entre textos americanos y de otras culturas, en una historia asimilada a la ficción.
Viajó a México y Jamaica y se dedicó en estos años a realizar lecturas y conferencias. En 1960 fue nombrado director del Departamento de Literatura y Publicaciones del Consejo Nacional de Cultura. En 1961 asistió como delegado, al Primer Congreso de Escritores y Artistas Cubanos, en el que fue elegido para ocupar una de las seis vicepresidencias de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y comenzó a trabajar en el Centro Cubano de Investigaciones Literarias, hasta 1965.
El 12 de septiembre de 1964 muere la madre del poeta y el 5 de diciembre de ese mismo año se casó con María Luisa Bautista.
Gran conocedor de L. de Góngora y de las corrientes culteranas y herméticas, devoto del idealismo platónico y ferviente lector de los poetas clásicos, Lezama vivió plenamente entregado a los libros, a la lectura y a la escritura. Por lo que respecta a su poesía, no se alteró especialmente en la forma ni el fondo con la llegada de la Revolución y se mantuvo como una suerte de monumento solitario difícilmente catalogable. Para muchos especialistas, el conjunto de la obra lezamiana representó dentro de la literatura hispanoamericana una ruptura radical con el realismo y la psicología, y aportó una alquimia expresiva que no provenía de nadie. J. Cortázar fue sin duda el primero en advertir la singularidad de su propuesta.
En 1966 apareció publicado Paradiso, en la que se ha querido ver una doble alusión a la inocencia bíblica anterior al pecado original y a la culminación del ciclo dantesco. Al mismo tiempo, en Paradiso se refleja la tradición y la esencia de lo cubano en una vertiginosa proliferación de imágenes que protagonizan la obra: un mundo de sensaciones, de recuerdos y de lecturas familiares que conforman y determinan la cosmovisión del novelista, esta obra fue calificada por las autoridades cubanas dos años más tarde como "pornográfica" debido al tema de la homosexualidad en su trama y esto sirvió de antesala a la acusación por actividades contrarrevolucionarias en 1971 que le amargó los últimos años de su existencia. Las actuales autoridades cubanas han rectificado radicalmente este enfoque de la obra de Lezama. al cabo de dos años participó como delegado en el Congreso Cultural de La Habana, donde lee su ponencia "Sobre la poesía". La Biblioteca Nacional "José Martí" le ofrece un homenaje como parte del ciclo "Vida y obra de poetas cubanos". En 1969 comenzó a trabajar como asesor literario de la Casa de las Américas, y al año siguiente Paradiso fue publicada por la editorial mexicana Era, en una edición revisada por el autor y al cuidado de Julio Cortazar y Carlos Monsiváis. Recibió un homenaje de la UNEAC con motivo de su sesenta Aniversario. En 1972 recibe el Premio Maldoror de poesía de Madrid y en Italia el premio a la mejor obra hispanoamericana traducida al italiano, por la novela Paradiso y ese mismo año murió Rosa, su hermana mayor, en Miami. Falleció el 9 de agosto de 1976 en la Habana por las complicaciones del asma que padecía desde niño. A pesar de su escasa difusión editorial, la obra de José Lezama Lima sigue trascendiendo más allá del tiempo y las fronteras. Muchos poetas y narradores cubanos, latinoamericanos y españoles posteriores a él siguen admitiendo la influencia significativa que la propuesta de Lezama ha tenido en ellos: el caso más notorio sea quizás el de Severo Sarduy, que postuló su teoría del neobarroco a partir del barroco de Lezama.  

Leopoldo Lugones



Nació en 1874 en Villa de María en el departamento Cordobés del Rio Seco. Fue el primogénito del matrimonio de Santiago Lugones y Custodia Arguello, desde niño Lugones convivió con los nombres de los próceres y fundadores de la Patria, familias legadas por parentesco o amistad con la suya. Esta diferencia con los hijos de los emigrantes extranjeros, que el adoptó como un rasgo de hidalguía, aristocracia, fue quizás determinante en el nacionalismo extremado que profeso políticamente. Aprendió las primeras letras de la mano de su madre Doña Agustina Arguello y de ella recibió una educación católica estricta. A los diez años, se destacó por su memoria, gusto por la lectura e interés por las ciencias naturales. La crítica situación económica lo llevó a tener que comenzar a trabajar y convertirse en un autodidacta. En esta época dio con éxito sus primeros pasos en la vida publica. Recitó su primera composición en el teatro Indarte, dirigió el periódico liberal y anticlerical. “El pensamiento libre” y se alistó voluntariamente para enfrentar a las fuerzas radicales sublevadas en Rosario.
En Córdoba, Lugones se fue convirtiendo en un personaje popular capaz de ser contrapunto de los payadores del barrio, publica versos controvertidos con el seudónimo Gil Paz, promueve huelgas estudiantiles y funda un centro socialista.
El año de 1896 fue decisivo para Lugones: se instaló en Buenos Aires y se casó con Juana González, formando una familia basada en la fidelidad. Durante las primeras épocas nació su primer hijo, quien con el tiempo no sólo sería único heredero de la familia, sino también recordado como uno de los personajes más nefastos de la historia argentina. En la gran ciudad se unió al grupo socialista de escritores integrado por José Ingenieros, Roberto Payró, Ernesto de la Cárcova, escribió en el periódico socialista "La Vanguardia" y en la "Tribuna", y se ganó al distinguido auditorio del Ateneo. A los 22 años comienza a escribir en "La Nación", promovido por su amigo Rubén Darío quien lo encontró en la capital argentina y lo describió como un muchacho bizarro de 22 años, de chambergo y anteojos, lo definió como “fanático y convencido incontestable”. Publicó su primer libro "Las montañas del oro" (1897), basado en una influencia tardía del Romanticismo Francés, con versos medidos y libres, con prosa poética.
El "novecientos" fue una época de intensa producción en la que escribió muchas de sus obras más valoradas como "Crepúsculos del jardín" (1905) donde se acerca al modernismo hispanista y a las nuevas corrientes literarias francesas: simbolismo, decadentismo, parnasianismo. Esta tendencia alcanza su máxima expresión en "Lunario sentimental" (1909). En su obra "Las fuerzas extrañas" (1906). Lugones plasmará sus habilidades para escribir cuentos de misterio. Este trabajo junto con los "Cuentos fatales" (1926) renuevan el género de la forma breve e inician una fecunda tradición en el Río de la Plata, en la que se inscribirán escritores como Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Julio Cortázar.
En 1910 Lugones publicó varios trabajos: "Odas seculares" (1910) y la "Historia de Sarmiento" (1911). En 1915 se hizo cargo de la dirección de la Biblioteca Nacional de Maestros que ejerció hasta su muerte. En "El Payador" (1916), reúne una serie de conferencias sobre "Martín Fierro" de José Hernández que rescatan la obra, calificándola de "Cuento Homérico de la Cultura Argentina"... Este particular enfoque instaló en la crítica una fructífera polémica que se prolongó por décadas y cuyo resultado fue la aceptación del Poema como la obra emblemática de la identidad literaria argentina. La lectura que Lugones hace deja entrever otro de sus principales puntos de interés intelectual; la cultura clásica. En este campo su producción incluye las obras "Didáctica" (1910); "Las limaduras de Hephaestos" (1910), "Estudios Helénicos" (1924) y "Nuevos estudios Helénicos" (1928). En 1920 publica “ Mi beligerancia”, un libro de panfletos doctrinarios que lo alejan cada vez mas del joven socialista que fue y lo acercan al insipiente nacionalismo ultra argentino, calcado del fascismo italiano y de los movimientos belicistas europeos. Pero la política no es su única pasión, Lugones se sigue interesando por la ciencia y de este interés surge un libro “el tamaño del espacio” "(1921) que versa sobre la física moderna, influencia de estos estudios los veremos también en muchos de sus cuentos fantásticos que merodean la ciencia ficción. Escribe también como un simbolista tardío las páginas de "Las horas doradas(1922).
El relato histórico sobre la guerra de la independencia anima La guerra gaucha y las meditaciones esotéricas de teosofía, una olvidable novela, El ángel de la sombra (1926). En el campo de la historia cuentan El imperio jesuítico (1904), Historia de Sarmiento (1911) y El payador (1916). Tradujo partes de La Ilíada de Homero y estudió aspectos de la Grecia clásica en Las limaduras de Hefaistos y las dos series de Estudios helénicos. La evolución de su pensamiento político puede seguirse en libros como Mi beligerancia, La patria fuerte y La grande Argentina. Lugones fue un observador atento de la situación internacional y un hombre de acción en su país. Quiroga acompañó como fotógrafo al también escritor, el argentino Leopoldo Lugones en un viaje por la provincia argentina de Misiones con el objetivo de visitar las ruinas de las Misiones jesuíticas guaraníes, viaje en el cual los dos escritores trabaron amistad —de hecho, dedicó su primer libro, Los arrecifes de coral a Lugones—. Gracias a este viaje, Quiroga sufrió un importante cambio en su concepción de la vida, y permaneció en la selva, escribiendo y viviendo allí.
En esta etapa, aumentó con ritmo vertiginoso su ya cuantiosa producción intelectual entre la que se encuentra "Poemas solariegos" (1928) uno de sus títulos más elogiados y los ensayos "La patria fuerte" (1930) y "La grande Argentina" (1930), indispensables para comprender la época y la generación de Lugones.
Su vida se terminó el 18 de febrero de 1938 cuando se suicidó tomando una mezcla de cianuro y whisky en la Isla del Tigre en el río Paraná, en un hotel llamado «El Tropezón». La carta que había dejado no decía nada sobre los motivos de la muerte, sólo que Lugones era el dueño de sus actos. Por eso su muerte causa un enigma.
Muchos autores escribieron tanto sobre la vida y obra de Leopoldo Lugones como sobre las causas de su muerte. Muchos de ellos la ven en la soledad y aislamiento social de los últimos años. Arturo García Ramos escribió: “Desde 1874 a 1938 la vida de Leopoldo Lugones está presidida por una triple obsesión: la política, la literatura y la ciencia. En las tres asoma el ser intricado que fue, su ánimo contradictorio, la insatisfacción – como acicate de constantes búsquedas. Esa misma falta de conformismo, acaso el ansia de absoluto en esas tres pasiones, es el probable motivo de su suicidio”. Para Jorge Luis Borges la causa pudo ser tal vez la soledad o tal vez su pasión más grande, la literatura: “Acaso cabe adivinar o entrever, o simplemente imaginar, la historia de un hombre que, sin saberlo, se negó a la pasión y laboriosamente erigió altos e ilustres edificios verbales hasta que el frío y la soledad lo alcanzaron. Entonces, aquel hombre, señor de todas las palabras y de todas las pompas de la palabra, sintió en la entraña que la realidad no es verbal y puede ser incomunicable y atroz, y fue callado y solo a buscar, en el crepúsculo de una isla, la muerte”.
Una de las posibles causas de la muerte del gran poeta podía ser tal vez el amor, o mejor dicho la pérdida del amor, que encontró en 1926 en la Biblioteca del Maestro de la que fue director. Entonces se le acercó una estudiante de letras pidiéndole un ejemplar del agotado Lunario sentimental para poder escribir un trabajo. Esa estudiante, llamada Emilia Santiago Cadelago, se convirtió en su musa para los últimos 12 años de su vida, tenía 26 años y él 52. Pero esta relación fue interrumpida alrededor de 1934 por el comisario Leopoldo Lugones, hijo del escritor. Él mismo amenazó a la familia de la joven diciéndoles que encerraría al poeta en un manicomio. Para salvarse, y también para salvar a su amante, Emilia decidió renunciar a su amor, pero le mantuvo la fidelidad durante toda su vida, nunca se casó y tampoco volvió a verle. Murió en 1981, pero antes de su muerte entregó a su amiga María Inés Cárdenas de Monner Sans la colección de poemas y cartas, que se publicaron después de su muerte bajo el título El cancionero de Aglaura
Obras:
• Los cuatro últimos libros cierran su producción poética – La horas doradas (1922) que cierra la forma modernista de Lugones, Romancero (1924) abarca temas muy variados desde ambientes urbanos locales hasta el amor expresado por un hombre maduro, aparece también el fatalismo y la presencia de la muerte. Poemas solariegos (1927) destaca el barroquismo, el tema principal es su infancia y sus familiares, recuerdos nostálgicos de su tierra natal, y Romances del Río Seco (1938), la obra póstuma con la que culmina su poesía, imita la tradicional poesía popular
• Su segundo libro, Los crepúsculos del jardín (1905), fue fuertemente influido por el parnasianismo francés. Los temas son la vida, la naturaleza y el amor, se acerca más al modernismo y ya se nota su madurez
• Su siguiente libro es Lunario sentimental (1909), que se considera su obra maestra. En esta obra en la cual libera al verso de la métrica, se apoya en la metáfora como elemento esencial de la expresión poética y se ata, inflexiblemente, a la rima.

Alejo Carpentier




Nació en La  Habana el 26 de diciembre de 1904, hijo de un arquitecto francés y de una cubana de refinada educación. Estudió los primeros años en La  Habana y a la edad de doce años, como la familia se trasladó a París durante unos años, asistió al liceo de Jeanson de Sailly, y se inició en los estudios musicales con su madre, desarrollando una intensa vocación musical que se refleja en su literatura. Ya de regreso a Cuba comenzó a estudiar arquitectura, pero no acabó la carrera. Empezó a trabajar como periodista y a participar en movimientos políticos izquierdistas, formando parte, entre 1923 y 1924, del "Grupo Minorista" que abogaba por una renovación de los valores nacionales de Cuba. Más tarde, se incorpora a las movilizaciones políticas contra Machado y el imperialismo norteamericano. Fue encarcelado y a su salida se exilió en Francia en 1928 hasta 1939. Volvió a Cuba donde trabajó en la radio y llevó a cabo importantes investigaciones sobre la música popular cubana. Viajó por México y Haití donde se interesó por las revueltas de los esclavos del siglo XVIII. De esta inquietud nace su primera gran obra El reino de este mundo (1949), que marcó el inicio de una larga carrera literaria caracterizada por el análisis cultural que hace de la América Latina. En dicha novela narra la historia de la revolución haitiana y del tirano del siglo XIX Henri Christophe. Marchó a vivir a Caracas en 1945 y no volvió a Cuba hasta 1959, año en el que se produjo el triunfo de la Revolución castrista. Desempeñó diversos cargos diplomáticos para el gobierno revolucionario. En 1976 es galardonado con el Premio Cervantes de Literatura. Murió en 1980 en París, donde era embajador de Cuba.
Novelista, ensayista y musicólogo cubano, que influyó notablemente en el desarrollo de la literatura latinoamericana, en particular a través de su estilo de escritura, que incorporatodas las dimensiones de la imaginación sueños, mitos, magia y religión en su idea de la realidad.
Se le considera el primer representante del llamado "Realismo mágico" que él consideraba patrimonio del continente americano. Defiende lo "real maravilloso" frente a lo "maravilloso surrealista" que considera artificioso.
 En cuanto a la literatura Carpentier recibió la influencia directa del surrealismo, y escribió para la revista Révolution surréaliste, por encargo expreso del poeta y crítico literario francés André Breton. Sin embargo, mantuvo una posición crítica respecto a la poco reflexiva aplicación de las teorías del surrealismo e intentó incorporar a toda su obra la lo real maravilloso, una forma de ver la realidad que, mantenía, era propia y exclusiva de América.
Entre sus novelas cabe citar El reino de este mundo (1949), escrita tras un viaje a Haití, centrada en la revolución haitiana y el tirano del siglo XIX Henri Christophe, y Los pasos perdidos (1953), el diario ficticio de un músico cubano en el Amazonas, que trata de definir la relación real entre España y América siguiendo la conquista española. Se considera que es su obra maestra, un intento de llevar a cabo su idea de construir una novela que llegue más allá de la narración, que no sólo exprese su época sino que la intérprete.
Guerra del tiempo (1958) se centra en la violencia y en la naturaleza represiva del gobierno cubano durante la década de 1950.
En 1962 publicó El siglo de las luces, en la que narra la vida de tres personajes arrastrados por el vendaval de la Revolución Francesa. Más que una novela histórica, o una novela de ideas es, en la interpretación de algunos críticos, una cabal novela filosófica.
Concierto Barroco (1974) es una novela en la que expone sus visiones acerca de la mezcla de culturas en Hispanoamérica.
El recurso del método (1974) y La consagración de la primavera (1978), obras complementarias y difíciles; la primera suele "considerarse como la historia de la destrucción de un mundo", la caída del mito del hombre de orden, mientras que la segunda representa la larga crónica del triunfo en Cuba de un nuevo mito, que Carpentier trata de explicar desde su imposible papel de espectador: el autor trata de explicar el inconciliable desajuste entre el tiempo del hombre y el tiempo de la historia.
A pesar de su corta producción narrativa, Carpentier está considerado como uno de los grandes escritores del siglo XX. Él fue el primer escritor latinoamericano que afirmó que Hispanoamérica era el barroco americano abriendo una vía literaria imaginativa y fantástica pero basada en la realidad americana, su historia y mitos. Su lenguaje rico, colorista y majestuoso está influido por los escritores españoles del Siglo de Oro y crea unos ambientes universales donde no le interesan los personajes concretos, ni profundizar en la psicología individual de sus personajes, sino que crea arquetipos el villano, la víctima, el liberador  de una época.
  Muere en 1980 en París, donde era embajador de Cuba.

Análisis del cuento "Pataruco"-Rómulo Gallegos


VOCABULARIO:

1. Pataruco: Dicho de un gallo: Que no es de raza pura ni bueno para la pelea.
2. Joropo: Música y danza popular venezolanas, de zapateo y diversas figuras, que se ha extendido a los países vecinos.
3. Pasaje: Tránsito o mutación hecha con arte, de una voz o de un tono a otro.
4. Vernáculo: Dicho especialmente del idioma o lengua: Doméstico, nativo, de nuestra casa o país.
5. Escobillao: Escobillado. En algunos bailes tradicionales, acción y efecto de escobillar.
6. Aragüeño: Perteneciente o relativo a este Estado de Venezuela.
7. Jadeantes: Que Respira anhelosamente por efecto de algún trabajo o ejercicio impetuoso.
8. Lascivos: Lujuriosos Apatía: Impasibilidad del ánimo.
9. Araguaney: Garrote hecho con la madera de este árbol.
10. Bregaba: Dicho de una persona: Luchar, reñir, forcejear con otra u otras
11.Bullanguero: Alborotador, amigo de bullangas.
12. Romería: Fiesta popular que con meriendas, bailes, etc., se celebra en el campo inmediato a alguna ermita o santuario el día de la festividad religiosa del lugar
13. Trajinar: Acarrear o llevar géneros de un lugar a otro.
14. Repechosas: Cuesta bastante pendiente y no larga.
15. Guamo: Árbol americano de la familia de las Mimosáceas, de ocho a diez metros de altura, con tronco delgado y liso, hojas alternas compuestas de hojuelas elípticas, y flores blanquecinas en espigas axilares, con vello sedoso. Su fruto es la guama, y se planta para dar sombra al café.
16. Crótalo: Serpiente venenosa de América, que tiene en el extremo de la cola unos anillos óseos, con los cuales hace al moverse cierto ruido particular.
17. Macaurel: Serpiente de Venezuela, no venenosa y parecida a la tragavenado, pero de menor tamaño.
18. Gañidos: Quejido de otros animales.
19. Báquiros: Mamífero paquidermo, cuyo aspecto es el de un jabato de seis meses, sin cola, con cerdas largas y fuertes, colmillos pequeños y una glándula en lo alto del lomo, de forma de ombligo, que segrega una sustancia fétida. Vive en los bosques de la América Meridional y su carne es apreciada.
20. Quemazón: Acción y efecto de quemar o quemarse.
21. Azares: Casualidades, caso fortuito.
22. Botijuela: Botija ocultada en un muro o en tierra con monedas de la época colonial.
23. Chivaterías: Engañar mediante picardías o artimañas.
24. Trillar: Quebrantar la mies tendida en la era, y separar el grano de la paja.
25. Depurado: Pulido, trabajado, elaborado cuidadosamente.
26. Agreste: Áspero, inculto o lleno de maleza. Rudo, tosco, grosero, falto de urbanidad.
27. Efímero: Pasajero, de corta duración.
28. Postre: A lo último, al fin.
29. Reminiscencia: Recuerdo vago e impreciso.
30. Mascarada: Festín o sarao de personas enmascaradas.
31. Blondo: Rubio
32. Fulminó: Mató o herió con ellos.
33. Conterráneo: Natural de la misma tierra que otra persona.
34. Instancias : Memoriales, solicitudes.
35. Faena: Trabajo corporal.
36. Bucare: Árbol americano de la familia de las Papilionáceas, de unos diez metros de altura, con espesa copa, hojas compuestas de hojuelas puntiagudas y truncadas en la base, y flores blancas. Sirve en Venezuela para defender contra el rigor del sol los plantíos de café y de cacao, dándoles sombra.
37. Monorrítmico: De un solo ritmo.
38.Fronda: Hoja de una planta.
39. Perenne: Continuo, incesante, que no tiene intermisión. Que vive más de dos años.
40. Impasible: Incapaz de padecer o sentir.
41. Chicheaban: Emitir repetidamente el sonido inarticulado de s y ch, por lo común para manifestar desaprobación o desagrado
42. Lubrico: Propenso a un vicio, y particularmente a la lujuria.
43. Inmisericorde: Dicho de una persona: Que no se compadece de nadie.
44.Pringoso: Que tiene pringue o está grasiento o pegajoso.
45.Inusitado: No usado, desacostumbrado.


Rómulo Gallegos

Pataruco era el mejor arpista de la Fila de Mariches. Nadie como él sabía puntear un joropo, ni nadie darle tan sabrosa cadencia al canto de un pasaje, ese canto lleno de melancolía de la música vernácula. Tocaba con sentimiento, compenetrado en el alma del aire que arrancaba a las cuerdas grasientas sus dedos virtuosos, retorciéndose en la jubilosa embriaguez del escobillao del golpe aragüeño, echando el rostro hacia atrás, con los ojos en blanco, como para sorberse toda la quejumbrosa lujuria del pasaje, vibrando en el espasmo musical de la cola, a cuyos acordes los bailadores jadeantes lanzaban gritos lascivos, que turbaban a las mujeres, pues era fama que los joropos de Pataruco, sobre todo cuando éste estaba medio «templao», bailados de la «madrugá p'abajo», le calentaban la sangre al más apático.
Por otra parte el Pataruco era un hombre completo y en donde él tocase no había temor de que a ningún maluco de la región se le antojase «acabar el joropo» cortándole las cuerdas al arpa, pues con un araguaney en las manos el indio era una notabilidad y había que ver cómo bregaba. Por estas razones, cuando en la época de la cosecha del café llegaban las bullangueras romerías de las escogedoras y las noches de la Fila comenzaban a alegrarse con el son de las guitarras y con el rumor de las «parrandas», al Pataruco no le alcanzaba el tiempo para tocar los joropos que «le salían» en los ranchos esparcidos en las haciendas del contorno.
Pero no había de llegar a viejo con el arpa al hombro, trajinando por las cuestas repechosas de la Fila, en la oscuridad de las noches llenas de consejas pavorizantes y cuya negrura duplicaban los altos y coposos guamos de los cafetales, poblados de siniestros rumores de crótalos, silbidos de macaureles y gañidos espeluznantes de váquiros sedientos que en la época de las quemazones bajaban de las montañas de Capaya, huyendo del fuego que invadiera sus laderas, y atravesaban las haciendas de la Fila, en manadas bravías en busca del agua escasa.
Azares propicios de la suerte o habilidades o virtudes del hombre, convirtiéronle, a la vuelta de no muchos años, en el hacendado más rico de Mariches. Para explicar el milagro salía a relucir en las bocas de algunos la manoseada patraña de la legendaria botijuela colmada de onzas enterradas por «los españoles»; otros escépticos y pesimistas, hablaban de chivaterías del Pataruco con una viuda rica que le nombró su mayordomo y a quien despojara de su hacienda; otros por fin, y eran los menos, atribuían el caso a la laboriosidad del arpista, que de peón de trilla había ascendido virtuosamente hasta la condición de propietario. Pero, por esto o por aquello, lo cierto era que el indio le había echado para siempre «la colcha al arpa» y vivía en Caracas en casa grande, casado con una mujer blanca y fina de la cual tuvo numerosos hijos en cuyos pies no aparecían los formidables juanetes que a él le valieron el sobrenombre de Pataruco.
Uno de sus hijos, Pedro Carlos, heredó la vocación por la música. Temerosa de que el muchacho fuera a salirle arpista, la madre procuró extirparle la afición; pero como el chico la tenía en la sangre y no es cosa hacedera torcer o frustrar las leyes implacables de la naturaleza, la señora se propuso entonces cultivársela y para ello le buscó buenos maestros de piano. Más tarde, cuando ya Pedro, Carlos era un hombrecito, obtuvo del marido que lo enviase a Europa a perfeccionar sus estudios, porque, aunque lo veía bien encaminado y con el gusto depurado en el contacto con lo que ella llamaba la «música fina», no se le quitaba del ánimo maternal y supersticioso el temor de verlo, el día menos pensado, con un arpa en las manos punteando un joropo. De este modo el hijo de Pataruco obtuvo en los grandes centros civilizados del mundo un barniz de cultura que corría pareja con la acción suavizadora y blanqueante del clima sobre el cutis, un tanto revelador de la mezcla de sangre que había en él, y en los centros artísticos que frecuentó con éxito relativo, una conveniente educación musical.
Así, refinado y nutrido de ideas, tornó a la Patria al cabo de algunos años y si en el hogar halló, por fortuna, el puesto vacío que había dejado su padre, en cambio encontró acogida entusiasta y generosa entre sus compatriotas.
Traía en la cabeza un hervidero de grandes propósitos: soñaba con traducir en grandiosas y nuevas armonías la agreste majestad del paisaje vernáculo, lleno de luz gloriosa; la vida impulsiva y dolorosa de la raza que se consume en momentáneos incendios de pasiones violentas y pintorescas, como efímeros castillos de fuegos artificiales, de los cuales a la postre y bien pronto, sólo queda la arboladura lamentable de los fracasos tempranos. Estaba seguro de que iba a crear la música nacional.
Creyó haberlo logrado en unos motivos que compuso y que dio a conocer en un concierto en cuya expectativa las esperanzas de los que estaban ávidos de una manifestación de arte de tal género, cuajaron en prematuros elogios del gran talento musical del compatriota. Pero salieron frustradas las esperanzas: la música de Pedro Carlos era un conglomerado de reminiscencias de los grandes maestros, mezcladas y fundidas con extravagancias de pésimo gusto que, pretendiendo dar la nota típica del colorido local sólo daban la impresión de una mascarada de negros disfrazados de príncipes blondos. Alguien condensó en un sarcasmo brutal, netamente criollo, la decepción sufrida por el público entendido: -Le sale el pataruco; por mucho que se las tape, se le ven las plumas de las patas.
Y la especie, conocida por el músico, le fulminó el entusiasmo que trajera de Europa. Abandonó la música de la cual no toleraba ni que se hablase en su presencia. Pero no cayó en el lugar común de considerarse incomprendido y perseguido por sus coterráneos. El pesimismo que le dejara el fracaso, penetró más hondo en su corazón, hasta las raíces mismas del ser. Se convenció de que en realidad era un músico mediocre, completamente incapacitado para la creación artística, sordo en medio de una naturaleza muda, porque tampoco había que esperar de ésta nada que fuese digno de perdurar en el arte.
Y buscando las causas de su incapacidad husmeó el rastro de la sangre paterna. Allí estaba la razón: estaba hecho de una tosca substancia humana que jamás cristalizaría en la forma delicada y noble del arte, hasta que la obra de los siglos no depurase el grosero barro originario. Poco tiempo después nadie se acordaba de que en él había habido un músico.
Una noche en su hacienda de la Fila de Mariches, a donde había ido a instancias de su madre, a vigilar las faenas de la cogida del café, paseábase bajo los árboles que rodeaban la casa, reflexionando sobre la tragedia muda y terrible que escarbaba en su corazón, como una lepra implacable y tenaz. Las emociones artísticas habían olvidado los senderos de su alma y al recordar sus pasados entusiasmos por la belleza, le parecía que todo aquello había sucedido en otra persona, muerta hacía tiempo, que estaba dentro de la suya emponzoñándole la vida.
Sobre su cabeza, más allá de las copas oscuras de los guamos y de los bucares que abrigaban el cafetal, más allá de las lomas cubiertas de suaves pajonales que coronaban la serranía, la noche constelada se extendía llena de silencio y de serenidad. Abajo alentaba la vida incansable en el rumor monorrítmico de la fronda, en el perenne trabajo de la savia que ignora su propia finalidad sin darse cuenta de lo que corre para componer y sustentar la maravillosa arquitectura del árbol o para retribuir con la dulzura del fruto el melodioso regalo del pájaro; en el impasible reposo de la tierra, preñado de formidables actividades que recorren su círculo de infinitos a través de todas las formas, desde la más humilde hasta las más poderosas. Y el músico pensó en aquella oscura semilla de su raza que estaba en él pudriéndose en un hervidero de anhelos imposibles. ¿Estaría acaso germinando, para dar a su tiempo, algún zazonado fruto imprevisto?
Prestó el oído a los rumores de la noche. De los campos venían ecos de una parranda lejana: entre ratos el viento traía el son quejumbroso de las guitarras de los escogedores. Echó a andar, cerro abajo, hacia el sitio donde resonaban las voces festivas: sentía como si algo más poderoso que su voluntad lo empujara hacia un término imprevisto.
Llegado al rancho del joropo, detúvose en la puerta a contemplar el espectáculo. A la luz mortal de los humosos candiles, envueltos en la polvareda que levantaba el frenético escobilleo del golpe, los peones de la hacienda giraban ebrios de aguardiente, de música y de lujuria. Chicheaban las maracas acompañando el canto dormilón del arpa, entre ratos levantábase la voz destemplada del «cantador» para incrustar un «corrido» dedicado a alguno de los bailadores y a momentos de un silencio lleno de jadeos lúbricos, sucedían de pronto gritos bestiales acompañados de risotadas. Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquella era su verdad, la inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los artificios y las equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su padre, como el Pataruco.
Pidió al arpista que le cediera el instrumento y comenzó a puntearlo, como si toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Pero los sones que salían ahora de las cuerdas pringosas no eran, como los de antes, rudos, primitivos, saturados de dolorosa desesperación que era un grañido de macho en celo o un grito de animal herido; ahora era una música extraña, pero propia, auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la raza la rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la melancólica tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del invasor. Y era aquello tan imprevisto que, sin darse cuenta de por qué lo hacían, los bailadores se detuvieron a un mismo tiempo y se quedaron viendo con extrañeza al inusitado arpista. De pronto uno dio un grito: había reconocido en la rara música, nunca oída, el aire de la tierra, y la voz del alma propias. Y a un mismo tiempo, como antes, lanzáronse los bailadores en el frenesí del joropo.
Poco después camino de su casa, Pedro Carlos iba jubiloso, llena el alma de música. Se había encontrado a sí mismo; ya oía la voz de la tierra... En pos de él camina en silencio un peón de la hacienda.
Al fin dijo:
-Don Pedro, ¿cómo se llama ese joropo que usté ha tocao?
-Pataruco.
Abril de 1919.


ANÁLISIS DEL CUENTO PATARUCO

Personaje principal:
El personaje principal de Pataruco, es Pedro Carlos, hijo de Pataruco, un popular arpista indio, y de una mujer blanca y fina. Pedro Carlos fue el único hijo que heredó la vocación por la música de su padre, razón por la cual fue enviado por su madre a Europa, pues esta deseaba evitar que su hijo siguiera los pasos de su padre. Pedro Carlos se sentía identificado con la música, con su formación académica se convirtió en un hombre refinado y nutrido de ideas, puesto que era un muchacho lleno de sueños: soñaba con traducir en grandiosas y nuevas armonías la tosca majestad del paisaje nativo. Estaba seguro de que iba a crear la música nacional. Al verse rechazado por su patria y al no obtener la aceptación que el esperaba, se convirtió en una persona fracasado y mediocre, sin sueños, por lo que decidió alejarse y olvidarse de la música. Hasta que se dio cuenta de que en su sangre llevaba una tosca substancia humana que jamás cristalizaría en la forma delicada y noble del arte; con lo que pudo seguir adelante con aceptación, valentía y sintiéndose orgulloso de su raza y sobre todo sintiéndose orgulloso de su padre.

Personajes secundarios:
Los personajes secundarios del cuento "Pataruco" son:
La madre de Pedro Carlos, una mujer blanca y fina, de muy buena familia
El padre de Pedro Carlos, un arpista indio.

La gente de la hacienda, que eran personas muy alegres las cuales disfrutaban del joropo, fiesta popular en venezuela.

Tema:
El cuento Patatuco, escrito por Rómulo Gallegos pertenece al género narrativo ya que nos relata un hecho o acontecimiento en prosa, pues no utiliza el verso para contar la historia. Este cuento gira en torno a la autenticidad, un problema central tanto en las obras de Rómulo Gallegos como en la narrativa latinoamericana. Como lo afirma la siguiente cita textual en la cual expresa que Pedro Carlos es mestizo y su música incorpora lo indígena, lo africano y lo europeo. “…era una música extraña, pero propia, auténtica, que tenía del paisaje la llameante desolación y de la raza la rabiosa nostalgia del africano que vino en el barco negrero y la melancólica tristeza del indio que vio caer su tierra bajo el imperio del invasor…” Rómulo Gallegos. "Pataruco"

Ideas:
El cuento Pataruco es desarrollado en un escenario de mestizaje, puesto que Pedro Carlos era hijo de Pataruco, un popular arpista indio, y de una mujer blanca. Su madre para evitar que el joven, siguiera las huellas de su padre, lo envía a Europa para estudiar música clásica. El joven al volver de su largo viaje se siente identificado con su Tierra natal y el esfuerzo de su madre por alejarlo de sus raíces resulta vano, puesto que después de haberse tomado un tiempo para rencontrarse consigo mismo, Pedro Carlos, une las diversas influencias recibidas, para crear una música inesperada, extraña pero propia y auténtica, apreciada por el rancho del joropo. Como lo muestra la siguiente cita textual: “…el indio vivía en Caracas en casa grande, casado con una mujer blanca y fina de la cual tuvo numerosos hijos en cuyos pies no aparecían los formidables juanetes que a él le valieron el sobrenombre de Pataruco(…) De pronto uno dio un grito: había reconocido en la rara música, nunca oída, el aire de la tierra, y la voz del alma propias. Y a un mismo tiempo, como antes, lanzáronse los bailadores en el frenesí del joropo.” Rómulo Gallegos. "Pataruco"
Como segundo escenario tenemos la naturaleza y el realismo, pues Gallegos en su obra describe la selva y los llanos conjuntamente con su música, formas de vida, formas de relacionarse e incluso el lenguaje y su forma de expresarse; las tradiciones y costumbres que se las lleva en la sangre, esa sangre que Pedro Carlos siente al oír la música del arpa y reconoce en ella su verdad. Como lo afirma la siguiente cita textual: “Pedro Carlos sintió la voz de la sangre; aquella era su verdad, la inmisericorde verdad de la naturaleza que burla y vence los artificios y las equivocaciones del hombre: él no era sino un arpista, como su padre, como el Pataruco". Rómulo Gallegos. "Pataruco"

Espacio:
Esta historia se desarrolla en un espacio abierto específicamente en Venezuela, Caracas en Fila de Mariches, en donde vivían personas llenas de costumbres y tradiciones, las cuales demostraban a través del joropo, música y danza popular de Venezuela, realizada especialmente en la época de la cosecha del café pues llegaban las romerías y las noches de la Fila comenzaban a alegrarse con el son de las guitarras y con el ruido de las fiestas. Como lo indica la siguiente cita textual: “Pataruco era el mejor arpista de la Fila de Mariches. Nadie como él sabía puntear un joropo, ni nadie darle tan sabrosa cadencia al canto de un pasaje, ese canto lleno de melancolía de la música vernácula. Tocaba con sentimiento, compenetrado en el alma del aire que arrancaba a las cuerdas grasientas sus dedos virtuosos, retorciéndose en la jubilosa embriaguez del escobillao del golpe aragüeño.” Rómulo Gallegos. "Pataruco".

Secuencia narrativa:
La secuencia narrativa de el cuento es lineal pues relata la historia en una misma secuencia y en un mismo tiempo. El tipo de narrador que se presenta en este relato es omnisciente puesto que la persona que cuenta la historia tiene conocimiento total y absoluto de los hechos. Sabe lo que piensan y sienten los personajes, es decir lo sabe todo y está en todas partes. Como lo muestra la siguiente cita textual: “Poco después camino de su casa, Pedro Carlos iba jubiloso, llena el alma de música. Se había encontrado a sí mismo; ya oía la voz de la tierra... En pos de él camina en silencio un peón de la hacienda. Al fin dijo: -Don Pedro, ¿cómo se llama ese joropo que usté ha tocao? -Pataruco.” Rómulo Gallegos. "Pataruco"

Ámbito:
En el cuento Pataruco, la ideología más notable es la necesidad de recuperar los valores culturales venezolanos, como expresó Rómulo Gallegos en uno de sus artículos en 1912, puesto que en el cuento muestra las tradiciones, costumbres, y el lenguaje, propio y autentico tomado del habla popular; además presenta a través del cuento uno de los problemas de la realidad nacional como era el mestizaje. Como lo muestra la siguiente cita textual: "Y era aquello tan imprevisto que, sin darse cuenta de por qué lo hacían, los bailadores se detuvieron a un mismo tiempo y se quedaron viendo con extrañeza al inusitado arpista. De pronto uno dio un grito: había reconocido en la rara música, nunca oída, el aire de la tierra, y la voz del alma propias. Y a un mismo tiempo, como antes, lanzáronse los bailadores en el frenesí del joropo." Rómulo Gallegos. "Pataruco".

Conclusión:
Como conclusión de este relato podemos decir que el autor mediante esta obra quiso mostrar la realidad de las personas en Venezuela, y darnos a conocer un poco más acerca de sus pueblos con sus costumbres, tradiciones y, que podamos conocer e imaginar cuan bello es el país venezolano con su flora y fauna muy diversa; y como aporte personal podemos decir que debemos defender nuestra cultura, nuestras tradiciones y costumbres, pues eso es lo que nos identifica y nos hace diferentes a los demás, por otra parte no debemos dejar que nada ni nadie opaque nuestras raíces, debemos sentirnos orgullosos de ser lo que somos y hacer lo que nos gusta, sin importar el que dirán.


Análisis del cuento "Lluvia de fuego"-Leopoldo Lugones



VOCABULARIO:
1. Próceres: Personas respetables, elevadas y de la más alta distinción social
2. Hidalguía: Nobleza y generosidad
3. Aristocracia: clase que sobresale entre las demás por alguna circunstancia
4. Anticlerical: Actitud contraria a Influencias del clero en los asuntos políticos o sociales de un Estado
5. Autodidacta: Que se educa o instruye por sus propios medios
6. Sublevar: Producir indignación, promover sentimientos de protesta
7. Payadores: Cantores populares que, acompañándose con una guitarra, y generalmente en contrapunto con otro, improvisan sobre temas variados
8. Bizarro: Valiente, gallardo
9. Chambergo: cuyo estilo responde al del uniforme de la guardia de Carlos
10. Fructífera: Que produce fruto, beneficio o utilidad
11. Insipiente: Que se está iniciando
12. Panfletos: libro o escrito que encierra una propaganda política
13. Esotérico: Oculto, secreto, reservado a unos pocos
14. Teosofía: Conocimiento profundo de la divinidad mediante la meditación personal y la iluminación interior.
15. Vertiginoso: muy rápido
16. Solariego: Antiguo y noble



Leopoldo Lugones
Recuerdo que era un día de sol hermoso, lleno del hormigueo popular, en las calles atronadas de vehículos. Un día asaz cálido y de tersura perfecta. Desde mi terraza dominaba una vasta confusión de techos, vergeles salteados, un trozo de bahía punzado de mástiles, la recta gris de una avenida... A eso de las once cayeron las primeras chispas. Una aquí, otra allá -partículas de cobre semejantes a las morcellas de un pábilo; partículas de cobre incandescente que daban en el suelo con un ruidecito de arena. El cielo seguía de igual limpidez; el rumor urbano no decrecía. Únicamente los pájaros de mi pajarera cesaron de cantar.
Casualmente lo había advertido, mirando hacia el horizonte en un momento de abstracción. Primero creí en una ilusión óptica formada por mi miopía. Tuve que esperar largo rato para ver caer otra chispa, pues la luz solar anegábalas bastante; pero el cobre ardía de tal modo, que se destacaban lo mismo. Una rapidísima vírgula de fuego, y el golpecito en la tierra. Así, a largos intervalos. Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?...
Acababa de caer una chispa en mi terraza, a pocos pasos. Extendí la mano; era, a no caber duda, un gránulo de cobre que tardó mucho en enfriarse. Por fortuna la brisa se levantaba, inclinando aquella lluvia singular hacia el lado opuesto de mi terraza. Las chispas eran harto ralas, además. Podía creerse por momentos que aquello había ya cesado. No cesaba. Uno que otro, eso sí, pero caían siempre los temibles gránulos. En fin, aquello no había de impedirme almorzar, pues era el mediodía. Bajé al comedor atravesando el jardín, no sin cierto miedo de las chispas. Verdad es que el toldo, corrido para evitar el sol, me resguardaba...
¿Me resguardaba? Alcé los ojos; pero un toldo tiene tantos poros, que nada pude descubrir. En el comedor me esperaba un almuerzo admirable; pues mi afortunado celibato sabía dos cosas sobre todo: leer y comer. Excepto la biblioteca, el comedor era mi orgullo. Ahíto de mujeres y un poco gotoso, en punto a vicios amables nada podía esperar ya sino de la gula. Comía solo, mientras un esclavo me leía narraciones geográficas. Nunca había podido comprender las comidas en compañía; y si las mujeres me hastiaban, como he dicho, ya comprenderéis que aborrecía a los hombres.
¡Diez años me separaban de mi última orgía! Desde entonces, entregado a mis jardines, a mis peces, a mis pájaros, faltábame tiempo para salir. Alguna vez, en las tardes muy calurosas, un paseo a la orilla del lago. Me gustaba verlo, escamado de luna al anochecer, pero esto era todo y pasaba meses sin frecuentarlo.
La vasta ciudad libertina era para mí un desierto donde se refugiaban mis placeres. Escasos amigos; breves visitas; largas horas de mesa; lecturas; mis peces; mis pájaros; una que otra noche tal cual orquesta de flautistas, y dos o tres ataques de gota por año... Tenía el honor de ser consultado para los banquetes, y por ahí figuraban, no sin elogio, dos o tres salsas de mi invención. Esto me daba derecho -lo digo sin orgullo- a un busto municipal, con tanta razón como a la compatriota que acababa de inventar un nuevo beso. Entre tanto, mi esclavo leía. Leía narraciones de mar y de nieve, que comentaban admirablemente, en la ya entrada siesta, el generoso frescor de las ánforas. La lluvia de fuego había cesado quizá, pues la servidumbre no daba muestras de notarla.
De pronto, el esclavo que atravesaba el jardín con un nuevo plato, no pudo reprimir un grito. Llegó, no obstante, a la mesa; pero acusando con su lividez un dolor horrible. Tenía en su desnuda espalda un agujerillo, en cuyo fondo sentíase chirriar aún la chispa voraz que lo había abierto. Ahogámosla en aceite, y fue enviado al lecho sin que pudiera contener sus ayes. Bruscamente acabó mi apetito; y aunque seguí probando los platos para no desmoralizar a la servidumbre, aquélla se apresuró a comprenderme. El incidente me había desconcertado.
Promediaba la siesta cuando subí nuevamente a la terraza. El suelo estaba ya sembrado de gránulos de cobre; mas no parecía que la lluvia aumentara. Comenzaba a tranquilizarme, cuando una nueva inquietud me sobrecogió. El silencio era absoluto. El tráfico estaba paralizado a causa del fenómeno, sin duda. Ni un rumor en la ciudad. Sólo, de cuando en cuando, un vago murmullo de viento sobre los árboles. Era también alarmante la actitud de los pájaros. Habíanse apelotonado en un rincón, casi unos sobre otros. Me dieron compasión y decidí abrirles la puerta. No quisieron salir; antes se recogieron más acongojados aún. Entonces comenzó a intimidarme la idea de un cataclismo.
Sin ser grande mi erudición científica, sabía que nadie mencionó jamás esas lluvias de cobre incandescente. ¡Lluvias de cobre! En el aire no hay minas de cobre. Luego aquella limpidez del cielo no dejaba conjeturar la procedencia. Y lo alarmante del fenómeno era esto. Las chispas venían de todas partes y de ninguna. Era la inmensidad desmenuzándose invisiblemente en fuego. Caía del firmamento el terrible cobre -pero el firmamento permanecía impasible en su azul. Ganábame poco a poco una extraña congoja; pero, cosa rara: hasta entonces no había pensado en huir. Esta idea se mezcló con desagradables interrogaciones. ¡Huir! ¿Y mi mesa, mis libros, mis pájaros, mis peces que acababa precisamente de estrenar un vivero, mis jardines ya ennoblecidos de antigüedad, mis cincuenta años de placidez, en la dicha del presente, en el descuido del mañana?...
¿Huir?... Y pensé con horror en mis posesiones (que no conocía) del otro lado del desierto, con sus camelleros viviendo en tiendas de lana negra y tomando por todo alimento leche cuajada, trigo tostado, miel agria... Quedaba una fuga por el lago, corta fuga después de todo, si en el lago como en el desierto, según era lógico, llovía cobre también; pues no viniendo aquello de ningún foco visible, debía ser general.
No obstante el vago terror que me alarmaba, decíame todo eso claramente, lo discutía conmigo mismo, un poco enervado a la verdad por el letargo digestivo de mi siesta consuetudinaria. Y después de todo, algo me decía que el fenómeno no iba a pasar de allí. Sin embargo, nada se perdía con hacer armar el carro. En ese momento llenó el aire una vasta vibración de campanas. Y casi junto con ella, advertí una cosa: ya no llovía cobre. El repique era una acción de gracias, coreada casi acto continuo por el murmullo habitual de la ciudad. Ésta despertaba de su fugaz atonía, doblemente gárrula. En algunos barrios hasta quemaban petardos.
Acodado al parapeto de la terraza, miraba con un desconocido bienestar solidario la animación vespertina que era todo amor y lujo. El cielo seguía purísimo. Muchachos afanosos recogían en escudillas la granalla de cobre, que los caldereros habían empezado a comprar. Era todo cuanto quedaba de la grande amenaza celeste.
Más numerosa que nunca, la gente de placer coloría las calles; y aun recuerdo que sonreí vagamente a un equívoco mancebo, cuya túnica recogida hasta las caderas en un salto de bocacalle, dejó ver sus piernas glabras, jaqueladas de cintas. Las cortesanas, con el seno desnudo según la nueva moda, y apuntalado en deslumbrante coselete, paseaban su indolencia sudando perfumes. Un viejo lenón erguido en su carro manejaba como si fuese una vela una hoja de estaño, que con apropiadas pinturas anunciaba amores monstruosos de fieras: ayunta-mientos de lagartos con cisnes; un mono y una foca; una doncella cubierta por la delirante pedrería de un pavo real. Bello cartel, a fe mía; y garantida la autenticidad de las piezas. Animales amaestrados por no sé qué hechicería bárbara, y desequilibrados con opio y con asafétida.
Seguido por tres jóvenes enmascarados pasó un negro amabilísimo, que dibujaba en los patios, con polvos de colores derramados al ritmo de una danza, escenas secretas. También depilaba al oropimente y sabía dorar las uñas.
Un personaje fofo, cuya condición de eunuco se adivinaba en su morbidez, pregonaba al son de crótalos de bronces, cobertores de un tejido singular que producía el insomnio y el deseo. Cobertores cuya abolición habían pedido los ciudadanos honrados. Pues mi ciudad sabía gozar, sabía vivir. Al anochecer recibí dos visitas que cenaron conmigo. Un condiscípulo jovial, matemático cuya vida desarreglada era el escándalo de la ciencia, y un agricultor enriquecido. La gente sentía necesidad de visitarse después de aquellas chispas de cobre. De visitarse y de beber, pues ambos se retiraron completamente borrachos. Yo hice una rápida salida. La ciudad, caprichosamente iluminada, había aprovechado la coyuntura para decretarse una noche de fiesta. En algunas cornisas, alumbraban perfumando, lámparas de incienso. Desde sus balcones, las jóvenes burguesas, excesivamente ataviadas, se divertían en proyectar de un soplo a las narices de los transeúntes distraídos, tripas pintarrajeadas y crepitantes de cascabeles. En cada esquina se bailaba. De balcón a balcón cambiábanse flores y gatitos de dulce. El césped de los parques palpitaba de parejas.
Regresé temprano y rendido. Nunca me acogí al lecho con más grata pesadez de sueño. Desperté bañado en sudor, los ojos turbios, la garganta reseca. Había afuera un rumor de lluvia. Buscando algo, me apoyé en la pared, y por mi cuerpo corrió como un latigazo el escalofrío del miedo. La pared estaba caliente y conmovida por una sorda vibración. Casi no necesité abrir la ventana para darme cuenta de lo que ocurría.
La lluvia de cobre había vuelto, pero esta vez nutrida y compacta. Un caliginoso vaho sofocaba la ciudad; un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire. Por fortuna, mi casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba las puertas.
Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso, cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización mortal; y por entre aquéllas se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste. Llamé, llamé en vano. Penetré hasta los aposentos famularios. La servidumbre se había ido. Envueltas las piernas en un cobertor de viso, acorazándome espaldas y cabeza con una bañera de metal que me aplastaba horriblemente, pude llegar hasta las caballerizas. Los caballos habían desaparecido también. Y con una tranquilidad que hacía honor a mis nervios, me di cuenta de que estaba perdido.
Afortunadamente, el comedor se encontraba lleno de provisiones; su sótano, atestado de vinos. Bajé a él. Conservaba todavía su frescura; hasta su fondo no llegaba la vibración de la pesada lluvia, el eco de su grave crepitación. Bebí una botella, y luego extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega poseíamos uno, aunque no lo usáramos ni tuviéramos convidados cargosos. Era un licor claro e insípido, de efectos instantáneos.
Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular. ¡Una lluvia de cobre incandescente! ¡La ciudad en llamas! Valía la pena. Subí a la terraza, pero no pude pasar de la puerta que daba acceso a ella. Veía desde allá lo bastante, sin embargo. Veía y escuchaba. La soledad era absoluta. La crepitación no se interrumpía sino por uno que otro ululato de perro, o explosión anormal. El ambiente estaba rojo; y a su través, troncos, chimeneas, casas, blanqueaban con una lividez tristísima. Los pocos árboles que conservaban follaje retorcíanse, negros, de un negro de estaño. La luz había decrecido un poco, no obstante de persistir la limpidez celeste. El horizonte estaba, esto sí, mucho más cerca, y como ahogado en ceniza. Sobre el lago flotaba un denso vapor, que algo corregía la extraordinaria sequedad del aire. Percibíase claramente la combustible lluvia, en trazos de cobre que vibraban como el cordaje innumerable de un arpa, y de cuando en cuando mezclábanse con ella ligeras flámulas. Humaredas negras anunciaban incendios aquí y allá. Mis pájaros comenzaban a morir de sed y hube de bajar hasta el aljibe para llevarles agua. El sótano comunicaba con aquel depósito, vasta cisterna que podía resistir mucho al fuego celeste; mas por los conductos que del techo y de los patios desembocaban allá, habíase deslizado algún cobre y el agua tenía un gusto particular, entre natrón y orina, con tendencia a salarse. Bastóme levantar las trampillas de mosaico que cerraban aquellas vías, para cortar a mi agua toda comunicación con el exterior.
Esa tarde y toda la noche fue horrendo el espectáculo de la ciudad. Quemada en sus domicilios, la gente huía despavorida, para arderse en las calles en la campiña desolada; y la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de una variedad estupendos. Nada hay tan sublime como la voz humana. El derrumbe de los edificios, la combustión de tantas mercancías y efectos diversos, y más que todo, la quemazón de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor infernal. Al declinar el sol, el aire estaba casi negro de humo y de polvaredas. Las flámulas que danzaban por la mañana entre el cobre pluvial, eran ahora llamaradas siniestras. Empezó a soplar un viento ardentísimo, denso, como alquitrán caliente. Parecía que se estuviese en un inmenso horno sombrío. Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que tinieblas y fuego. ¡Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de la ciudad ardida no alcanzaba a dominar; y aquella fetidez de pingajos, de azufre, de grasa cadavérica en el aire seco que hacía escupir sangre; y aquellos clamores que no sé cómo no acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un inefable pavor de eternidad!... Bajé a la cisterna, sin haber perdido hasta entonces mi presencia de ánimo, pero enteramente erizado con todo aquel horror; y al verme de pronto en esa obscuridad amiga, al amparo de la frescura, ante el silencio del agua subterránea, me acometió de pronto un miedo que no sentía -estoy seguro- desde cuarenta años atrás, el miedo infantil de una presencia enemiga y difusa; y me eché a llorar, a llorar como un loco, a llorar de miedo, allá en un rincón, sin rubor alguno.
No fue sino muy tarde, cuando al escuchar el derrumbe de un techo, se me ocurrió apuntalar la puerta del sótano. Hícelo así con su propia escalera y algunos barrotes de la estantería, devolviéndome aquella defensa alguna tranquilidad; no porque hubiera de salvarme, sino por la benéfica influencia de la acción. Cayendo a cada instante en modorras que entrecortaban funestas pesadillas, pasé las horas. Continuamente oía derrumbes allá cerca. Había encendido dos lámparas que traje conmigo, para darme valor, pues la cisterna era asaz lóbrega. Hasta llegué a comer, bien que sin apetito, los restos de un pastel. En cambio bebí mucha agua. De repente mis lámparas empezaron a amortiguarse, y junto con eso el terror, el terror paralizante esta vez, me asaltó. Había gastado, sin prevenirlo, toda mi luz, pues no tenía sino aquellas lámparas. No advertí, al descender esa tarde, traerlas todas conmigo. Las luces decrecieron y se apagaron. Entonces advertí que la cisterna empezaba a llenarse con el hedor del incendio. No quedaba otro remedio que salir; y luego, todo, todo era preferible a morir asfixiado como una alimaña en su cueva. A duras penas conseguí alzar la tapa del sótano que los escombros del comedor cubrían... ...Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía. Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres yacían en ruinas. El silencio era colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco o seis grandes humaredas empinaban aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado ni un momento, un cielo cuya crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta, muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver.
La singularidad de la situación, lo enorme del fenómeno, y sin duda también el regocijo de haberme salvado, único entre todos, cohibían mi dolor reemplazándolo por una curiosidad sombría. El arco de mi zaguán había quedado en pie y asiéndome de las adarajas pude llegar hasta su ápice. No quedaba un solo resto combustible y aquello se parecía mucho a un escorial volcánico. A trechos, en los parajes que la ceniza no cubría, brillaba con un bermejor de fuego, el metal llovido. Hacia el lado del desierto, resplandecía hasta perderse de vista un arenal de cobre. En las montañas, a la otra margen del lago, las aguas evaporadas de éste condensábanse en una tormenta. Eran ellas las que habían mantenido respirable el aire durante el cataclismo. El sol brillaba inmenso, y aquella soledad empezaba a agobiarme con una honda desolación cuando hacia el lado del puerto percibí un bulto que vagaba entre las ruinas. Era un hombre, y habíame percibido ciertamente, pues se dirigía a mí. No hicimos ademán alguno de extrañeza cuando llegó, y trepando por el arco vino a sentarse conmigo. Tratábase de un piloto, salvado como yo en una bodega, pero apuñaleando a su propietario. Acababa de agotársele el agua y por ello salía. Asegurado a este respecto, empecé a interrogarlo. Todos los barcos ardieron, los muelles, los depósitos; y el lago habíase vuelto amargo. Aunque advertí que hablábamos en voz baja, no me atreví -ignoro por qué- a levantar la mía. Ofrecíle mi bodega, donde quedaban aún dos docenas de jamones, algunos quesos, todo el vino... De repente notamos una polvareda hacia el lado del desierto. La polvareda de una carrera. Alguna partida que enviaban, quizá, en socorro, los compatriotas de Adama o de Seboim.
Pronto hubimos de sustituir esta esperanza por un espectáculo tan desolador como peligroso. Era un tropel de leones, las fieras sobrevivientes del desierto, que acudían a la ciudad como a un oasis, furiosos de sed, enloquecidos de cataclismo. La sed y no el hambre los enfurecía, pues pasaron junto a nosotros sin advertirnos. ¡Y en qué estado venían! Nada como ellos revelaba tan lúgubremente la catástrofe.
Pelados como gatos sarnosos, reducida a escasos chicharrones la crin, secos los ijares, en una desproporción de cómicos a medio vestir con la fiera cabezota, el rabo agudo y crispado como el de una rata que huye, las garras pustulosas, chorreando sangre -todo aquello decía a las claras sus tres días de horror bajo el azote celeste, al azar de las inseguras cavernas que no habían conseguido ampararlos. Rondaban los surtidores secos con un desvarío humano en sus ojos, y bruscamente reemprendían su carrera en busca de otro depósito, agotado también, hasta que sentándose por último en torno del postrero, con el calcinado hocico en alto, la mirada vagorosa de desolación y de eternidad, quejándose al cielo, estoy seguro, pusiéronse a rugir.
Ah... nada, ni el cataclismo con sus horrores, ni el clamor de la ciudad moribunda era tan horroroso como ese llanto de fiera sobre las ruinas. Aquellos rugidos tenían una evidencia de palabra. Lloraban quién sabe qué dolores de inconsciencia y de desierto a alguna divinidad obscura. El alma sucinta de la bestia agregaba a sus terrores de muerte, el pavor de lo incomprensible. Si todo estaba lo mismo, el sol cotidiano, el cielo eterno, el desierto familiar, ¿por qué se ardían y por qué no había agua?... Y careciendo de toda idea de relación con los fenómenos, su horror era ciego, es decir, más espantoso. El transporte de su dolor elevábalos a cierta vaga noción de provenencia, ante aquel cielo de donde había estado cayendo la lluvia infernal; y sus rugidos preguntaban ciertamente algo a la cosa tremenda que causaba su padecer. Ah... esos rugidos, lo único de grandioso que conservaban aún aquellas fieras disminuidas: cual comentaban el horrendo secreto de la catástrofe; cómo interpretaban en su dolor irremediable la eterna soledad, el eterno silencio, la eterna sed...
Aquello no debía durar mucho. El metal candente empezó a llover de nuevo, más compacto, más pesado que nunca. En nuestro súbito descenso, alcanzamos a ver que las fieras se desbandaban buscando abrigo bajo los escombros. Llegamos a la bodega, no sin que nos alcanzaran algunas chispas; y comprendiendo que aquel nuevo chaparrón iba a consumar la ruina, me dispuse a concluir. Mientras mi compañero abusaba de la bodega -por primera y última vez, a buen seguro-decidí aprovechar el agua de la cisterna en mi baño fúnebre; y después de buscar inútilmente un trozo de jabón, descendí a ella por la escalinata que servía para efectuar su limpieza. Llevaba conmigo el pomo de veneno, que me causaba un gran bienestar apenas turbado por la curiosidad de la muerte. El agua fresca y la obscuridad, me devolvieron a las voluptuosidades de mi existencia de rico que acababa de concluir. Hundido hasta el cuello, el regocijo de la limpieza y una dulce impresión de domesticidad, acabaron de serenarme.
Oía afuera el huracán de fuego. Comenzaban otra vez a caer escombros. De la bodega no llegaba un solo rumor. Percibí en eso un reflejo de llamas que entraban por la puerta del sótano, el característico tufo urinoso... Llevé el pomo a mis labios, y...


ANÁLISIS DEL CUENTO "LLUVIA DE FUEGO"

Personaje principal:
Es un hombre rico, vive solo, pasa el tiempo disfrutando de la lectura y comida, cuidando de sus jardines y sus pájaros, y paseando por las orillas de un lago. Su vicio es la gula y lo único que le molesta son los ataques de gota.
La situación del protagonista es desesperada, no hay ningún escape, él se pone tranquilo al saber que será el dueño de su propia muerte decidiendo asi suicidarse, sólo quiere saber lo que va a pasar, como lo podemos observar en la siguiente cita textual: “Bebí una botella, y luego extraje de la alacena secreta el pomo de vino envenenado. Todos los que teníamos bodega poseíamos uno. Era un licor claro e insípido, de efectos instantáneos. Reanimado por el vino, examiné mi situación. Era asaz sencilla. No pudiendo huir, la muerte me esperaba; pero con el veneno aquél, la muerte me pertenecía. Y decidí ver eso todo lo posible, pues era, a no dudarlo, un espectáculo singular” Leopoldo Lugones. Lluvia de fuego.

Forma:
Leopoldo Lugones se convirtió en el discípulo de Rubén Darío, a esto se debe su inseparable relación del modernismo hispanoamericano. Hay un punto en el que Lugones se desvía de Darío y lo supera. Fue fuertemente influido por el parnasianismo francés. Varias de sus obras demuestran un claro dominio del idioma y una seguridad literaria ya muy destacada, aunque con un resultado marcadamente barroco. Mientras que en otras obras ya mencionadas podemos observar que Lugones, en efecto, presenta una de las mayores colecciones de metáforas de la literatura española. Es innegable que estas metáforas son originales y, a veces, muy hermosas; su desventaja es ser tan visibles que obstruyen lo que deberían expresar; la estructura verbal es más evidente que la escena o la emoción que describen, no obstante en otras denota la sinceridad patriótica del poeta con la que quiere participar en la emoción colectiva del pueblo argentino y quiere acercarse más a la gente. Su evolución se dio desde un modernismo que acentuó, alternativamente, herencia decadente, parnasiana, simbolista, para luego afirmarse a la exaltación de lo nacional; Lugones es un poeta dominantemente plástico, notabilísimo en su género. Su vena lírica es más infrecuente y menos firme; aunque pudiéramos reunir un haz de poemas netamente líricos y valiosos de él, no serían lo más representativo de su obra.

Fondo:
Leopoldo Lugones en sus obras trata sobre los siguientes temas: la vida, la naturaleza y el amor, se acerca más al modernismo y ya se nota su madurez, demostrando un claro dominio del idioma. Los modernistas se interesaban por la teosofía y Leopoldo Lugones, como uno de ellos, no se iba a quedar aparte. La teosofía quiere establecer conexiones entre todas las religiones, entre todos los sistemas de creencias: las ideas pitagóricas, indúes, platónicas y cristianas. En el cuento que analizamos: “lluvia de fuego” el autor nos cuenta o mejor dicho nos describe paso a paso lo que pudo ocurrir en las ciudades malditas de la llanura, pero no lo explica. No pone en duda la veracidad de la historia bíblica. El cuento lluvia de fuego describe a las ciudades malditas de Sodoma y Gomorra las cuales fueron destruidas por Dios, porque él ya no podía soportar los pecados de sus habitantes.

Tema:
Leopoldo Lugones en la obra “lluvia de fuego” desarrolla el tema de la muerte, pues la situación del protagonista es desesperada, no hay ningún escape, él se pone tranquilo al saber que será el dueño de su propia muerte, como lo podemos observar en la siguiente cita textual: “decidí aprovechar el agua de la cisterna en mi baño fúnebre; y después de buscar inútilmente un trozo de jabón, descendí a ella por la escalinata que servía para efectuar su limpieza. Llevaba conmigo el pomo de veneno, que me causaba un gran bienestar, apenas turbado por la curiosidad de la muerte. El agua fresca y la obscuridad, me devolvieron a las voluptuosidades de mi existencia de rico que acababa de concluir. Hundido hasta el cuello, el regocijo de la limpieza y una dulce impresión de domesticidad, acabaron de serenarme. Oía afuera el huracán de fuego. Comenzaban otra vez a caer escombros. De la bodega no llegaba un solo rumor. Percibí en eso un reflejo de llamas que entraban por la puerta del sótano, el característico tufo urinoso... Llevé el pomo a mis labios y…”. Leopoldo Lugones, Lluvia de fuego.

Ideas:
La lluvia de fuego es un cuento inspirado por el pasaje del primer libro de Moisés, Génesis de la Biblia, y están relacionados con la destrucción de Sodoma y Gomorra. Habla, entre otras cosas, sobre las consecuencias de la conducta del pueblo, sobre las consecuencias de la desobediencia humana. Dios va a castigar a los que le desobedecen y a los que incumplen sus órdenes, como lo podemos observar en la siguiente cita textual: “Esa tarde y toda la noche fue horrendo el espectáculo de la ciudad. Quemada en sus domicilios, la gente huía despavorida, para arderse en las calles en la campiña desolada; y la población agonizó bárbaramente, con ayes y clamores de una amplitud, de un horror, de una variedad estupendos. Nada hay tan sublime como la voz humana. El derrumbe de los edificios, la combustión de tantas mercancías y efectos diversos, y más que todo, la quemazón de tantos cuerpos, acabaron por agregar al cataclismo el tormento de su hedor infernal. Al declinar el sol, el aire estaba casi negro de humo y de polvaredas. Las flámulas que danzaban por la mañana entre el cobre pluvial, eran ahora llamaradas siniestras. Empezó a soplar un viento ardentísimo, denso, como alquitrán caliente. Parecía que se estuviese en un inmenso horno sombrío. Cielo, tierra, aire, todo acababa. No había más que tinieblas y fuego. ¡Ah, el horror de aquellas tinieblas que todo el fuego, el enorme fuego de la ciudad ardida no alcanzaba a dominar; y aquella fetidez de pingajos, de azufre, de grasa cadavérica en el aire seco que hacía escupir sangre; y aquellos clamores que no sé cómo no acababan nunca, aquellos clamores que cubrían el rumor del incendio, más vasto que un huracán, aquellos clamores en que aullaban, gemían, bramaban todas las bestias con un inefable pavor de eternidad!...”. Leopoldo Lugones. Lluvia de fuego. º
Por otra parte observamos que la muerte voluntaria del protagonista es una rebeldía contra el castigo de Dios, porque el suicidio es inadmisible para la religión cristiana.
Narrador:
El cuento está narrado en primera persona y el narrador es un desencarnado de Gomorra, testigo y víctima de los terribles sucesos a la vez. Nos cuenta paso a paso de manera personal los tres días de cataclicismo cuando su ciudad se convierte en escombros y cenizas. Podemos ver su actitud frente a los hechos que contempla y sufre, la angustia inicial, porque no entiende lo que está pasando y luego el rendimiento, con la decisión y la solución de todo previsto, porque sabe muy bien que no puede escapar a la muerte, a continuación podemos observar en la siguiente cita textual:” Debo confesar que al comprobarlo, experimenté un vago terror. Exploré el cielo en una ansiosa ojeada. Persistía la limpidez. ¿De dónde venía aquel extraño granizo? ¿Aquel cobre? ¿Era cobre?..” Leopoldo Lugones. Lluvia de Fuego.

Espacio:
El lugar en el que se desenvuelve la historia fue en la ciudad de Gomorra destruida por Dios, porque él ya no podía soportar los pecados de sus habitantes. El protagonista solamente describe a la ciudad en plena destrucción, donde los habitantes sufrían la ira de este ser superior al hombre, una crueldad cuyo objetivo era acabar con todo. La cita textual que me ayudo a argumentar lo dicho es la siguiente: “Un caliginoso vaho sofocaba la ciudad; un olor entre fosfatado y urinoso apestaba el aire Por fortuna, mi casa estaba rodeada de galerías y aquella lluvia no alcanzaba las puertas. Abrí la que daba al jardín. Los árboles estaban negros, ya sin follaje; el piso, cubierto de hojas carbonizadas. El aire, rayado de vírgulas de fuego, era de una paralización mortal; y por entre aquéllas se divisaba el firmamento, siempre impasible, siempre celeste.” Leopoldo Lugones. Lluvia de fuego.

Secuencia narrativa:
En el cuento Lluvia de fuego el autor narra los hechos de manera cronológica, es decir en secuencia lineal, no se salta del pasado al presente o viceversa, describiendo paso a paso lo que pudo ocurrir en las ciudades malditas de la llanura, la ciudad de Gomorra, como lo podemos observar en la siguiente cita textual: “Y después de todo, algo me decía que el fenómeno no iba a pasar de allí. Sin embargo, nada se perdía con hacer armar el carro. En ese momento llenó el aire una vasta vibración de campanas. Y casi junto con ella, advertí una cosa: ya no llovía cobre. El repique era una acción de gracias, coreada casi acto continuo por el murmullo habitual de la ciudad. ”Leopoldo Lugones. Lluvia de Fuego.

Ámbito:
La ideología que destaca Leopoldo Lugones en la obra “lluvia de fuego” es el cristianismo, centrándose en el Génesis de la biblia, en el cual observamos que cada acción que realiza el hombre tiene su consecuencia, en el caso de la ciudad de Gomorra, Dios castiga a los habitantes de la ciudad, debido a la gravedad de sus pecados. Por otra parte Lugones no pone en duda la veracidad de la historia bíblica, porque sobre lo que está escrito en la Biblia no se duda. “Por segunda vez había cesado la lluvia infernal. Pero la ciudad ya no existía. Techos, puertas, gran cantidad de muros, todas las torres yacían en ruinas. El silencio era colosal, un verdadero silencio de catástrofe. Cinco o seis grandes humaredas empinaban aún sus penachos; y bajo el cielo que no se había enturbiado ni un momento, un cielo cuya crudeza azul certificaba indiferencias eternas, la pobre ciudad, mi pobre ciudad, muerta, muerta para siempre, hedía como un verdadero cadáver.” Leopoldo Lugones. Lluvia de fuego